Pocos platillos condensan tanto la historia y el mestizaje de México como el mole poblano. Entre leyendas conventuales, ingredientes del Viejo y el Nuevo Mundo y una alquimia que desafía el tiempo, se ha convertido en símbolo de identidad y memoria colectiva de nuestra entidad. Explorar su origen, que mezcla mito y realidad, es conocer un contexto histórico muy propio, en donde la cocina fue también un espacio de creación artística que mezcló la devoción religiosa y el diálogo cultural.
Dada su importancia como uno de los platillos más representativos del arte culinario poblano, el 16 de julio de 2019, en sesión ordinaria de cabildo, el H. Ayuntamiento del Municipio de Puebla aprobó por unanimidad instituir el 7 de octubre de cada año como el Día Municipal del Mole Poblano. Unos meses después, el 3 octubre, la Comisión de Cultura del H. Congreso del Estado de Puebla retomó esta iniciativa y aprobó la propuesta de declarar el 7 de octubre como el Día Estatal del Mole Poblano.
El 7 de octubre de 2019 se consolidó esta declaratoria en un evento realizado en el exconvento de Santa Rosa, lugar histórico que se conoce como la “cuna del mole poblano” ya que, de acuerdo a la leyenda, aquí nació este espectacular -y muy barroco- platillo poblano.
Mucho se ha escrito sobre la creación del mole poblano; entre realidades y leyendas, la historia más difundida sobre la invención de este exquisito platillo le atribuye a Sor Andrea de la Asunción, monja dominica profesa en el Convento de Santa Rosa, la inspiración para crearlo.
El origen del convento de Santa Rosa se remonta al último cuarto del siglo XVII, cuando un grupo de mujeres congregadas en la cofradía de Santa Inés pasaron a conformar el beaterio de Santa Rosa, incorporado a la orden dominica, que más tarde se convirtió en convento.
Entre otros recintos para la vida conventual, el convento de Santa Rosa contaba con una amplia cocina recubierta con mosaicos de talavera, que hoy es una de las atracciones más importantes del lugar, actualmente convertido en museo.
La leyenda cuenta que hacia 1680, el nuevo virrey de la Nueva España, don Tomás Antonio de la Serna y Aragón, Tercer Marqués de la Laguna y Conde de Paredes, pasaría por la ciudad de Puebla en su camino a la capital del virreinato y permanecería en ella algunos días.
Como era tradición, la ciudad programaba una serie de eventos, ceremonias y banquetes para recibir al ilustre visitante y a su comitiva; y las monjas del convento de Santa Rosa no se iban a quedar atrás. De esta manera Sor Andrea de la Asunción, encargada de la cocina en dicho convento, inventó -algunos dicen que por inspiración divina- un platillo para agasajar al virrey que combinaba diferentes tipos de chiles -ancho, mulato, pasilla y chipotle-; condimentos como el clavo y la pimienta; almendras, nueces, jitomate, ajo, cebolla y chocolate, todos molidos en metate y sazonados a fuego lento, que dio como resultado el mole poblano que cautivó el paladar de los distinguidos visitantes.
La leyenda dice que el nombre del platillo se debe a que, estando Sor Andrea moliendo los ingredientes en el metate con mucha diligencia, una de sus compañeras monjas le dijo “Qué bien mole, hermana”.
Aunque es una historia muy difundida, lo más probable es que antes de convertirse en el emblema de la cocina barroca de Puebla, el mole tuviera sus raíces en la cocina prehispánica. Los antiguos pueblos del altiplano preparaban salsas espesas a base de chile, semillas y hierbas, que acompañaban con carnes de guajolote, venado o pescado, platillos que eran llamados en general molli, palabra náhuatl que significa precisamente “salsa” o “mezcla”.
Cabe señalar que estas preparaciones no eran simples alimentos: tenían un carácter ritual y eran ofrecidas a los dioses en festividades y sacrificios. Con la llegada de los ingredientes europeos -como el ajonjolí, las almendras, las especias y el chocolate- aquellas salsas sagradas de nuestros antepasados se transformaron y enriquecieron, dando origen a lo que siglos después conoceríamos como mole poblano. Así, detrás del platillo mestizo que hoy representa a Puebla – y a México-, subsiste la herencia de una cocina indígena que concebía el alimento como vínculo entre lo humano y lo divino.
Hasta el día de hoy, cada vez que el mole se sirve en una mesa poblana, se revive una historia que comenzó mucho antes de la Conquista. En su sabor conviven el chile y el cacao, el maíz y las especias traídas de ultramar, pero también los gestos ancestrales de quienes molieron, mezclaron y ofrendaron. El mole no solo alimenta: narra el mestizaje, la fe y la creatividad que dieron forma a la identidad mexicana. En su espesor oscuro se condensa el pasado y, al mismo tiempo, la continuidad de una tradición que sigue viva, reinventándose a fuego lento entre la memoria y el gusto.

Ana Martha Hernández Castillo
Historiadora del arte y doctora en estudios históricos. Docente e investigadora de temas culturales y artísticos de la ciudad de Puebla. Gestora de proyectos culturales en el ámbito público y privado