viernes, junio 20, 2025

Miguel Miramón: el controversial conservador que descansa en Puebla

Si bien, como historiadores, nuestra labor debe girar en torno a la investigación y análisis objetivo de las fuentes que nos permiten interpretar los hechos del pasado; la realidad es que muchas veces el trabajo histórico denota cierto sesgo que en lugar de interpretar, manipula la verdad.

“La historia -decía Voltaire- es una broma que los vivos le jugamos a los muertos. Parte de la broma, de la fantástica broma es, desde luego, que los muertos no se enteran: no sólo de lo que se dice de ellos, sino tampoco, claro, de lo que se decía que ellos habían dicho”.

Éste célebre diálogo, puesto en boca de Benito Juárez en su lecho de muerte en la novela histórica “Noticias del Imperio” de Fernando del Paso; nos permite reflexionar sobre la costumbre que tiene la Historia de hacer una simplificación, casi siempre engañosa, de sus protagonistas dividiéndolos en “buenos” y “malos”; basándose en lo que supuestamente hicieron o supuestamente dijeron.

Si bien, como historiadores, nuestra labor debe girar en torno a la investigación y análisis objetivo de las fuentes que nos permiten interpretar los hechos del pasado; la realidad es que muchas veces el trabajo histórico denota cierto sesgo que en lugar de interpretar, manipula la verdad. Olvidamos que los que ahora son personajes históricos fueron hombres y mujeres complejos y con muchos matices -es la naturaleza humana-; con motivaciones muy particulares que respondían muchas veces a un contexto personal que no puede ser estudiado a las luces de perspectivas descontextualizadas.

Bajo este sesgo, muchos de los personajes y episodios de la historia de México – Hernán Cortés, Agustín de Iturbide, Antonio López de Santa Anna, Porfirio Díaz, entre muchos otros-han sido objeto de una damnatio memoriae, una prácticacomún en el Imperio Romano que implicaba erradicar el recuerdo de personajes considerados “de los malos” a través de, entre otras cosas, la alteración de los relatos históricos para minimizar, manchar o de plano eliminar, el papel desempeñado por tal o cual personaje y condenar, definitivamente, su memoria. ¿Les suena conocido?

Entre todos los antes mencionados, uno de los mayores “condenados” ha sido el Emperador Maximiliano de Habsburgo, que justamente ayer, 19 de junio, cumplió 158 años de ser fusilado en el Cerro de las Campanas en Querétaro, junto con sus generales Miguel Miramón y Tomás Mejía.

No es motivo de esta columna profundizar en los factores que llevaron al fusilamiento del Emperador y sus generales, sin embargo, aprovechando la efeméride del día de ayer, en ésta ocasión quisiera referirme a Miguel Miramón, un personaje de la historia nacional etiquetado como de “los malos” por su inclinación conservadora y por prestar sus servicios al Imperio de Maximiliano y que tiene un vínculo con la ciudad de Puebla que muy pocos conocen: su tumba se encuentra en la Capilla del Sagrado Corazón de la Catedral poblana.

¿La razón? Sentía una gran animadversión por Benito Juárez. Y ¿que tiene que ver una cosa con la otra?, se preguntarán ustedes. Pues resulta ser que Miguel Miramón, con 14 años de edad, peleó en la batalla del Castillo de Chapultepec el 13 de septiembre de 1847 -creo que debería ser considerado uno de los Niños Héroes, pero bueno, el sesgo de la Historia-. Fue capturado por las tropas norteamericanas y permaneció prisionero de ellos durante 6 meses, experiencia que le provocó un profundo sentimiento anti-estadounidense.

Cuando el gobierno republicano de Benito Juárez se vió reforzado tanto material como económicamente por el gobierno de los Estados de América; Miramón, resentido contra sus antiguos captores, se opuso a Juárez y se decantó por el bando conservador y, aunque no participó en las negociaciones que culminaron en el ofrecimiento de la corona de México a Maximiliano, se puso a su servicio una vez iniciado el Segundo Imperio Mexicano. No sabemos si por una convicción real o simplemente por su animadversión a Juárez, que aceptaba el apoyo de los norteamericanos, sus aborrecibles captores… y, bueno, ya sabemos cómo terminó todo.

Después de su fusilamiento, los restos de Miramón fueron enterrados en el Panteón de San Fernando en la Ciudad de México; pero a la muerte de Juárez años después, éste también fue enterrado ahí. La viuda de Miramón, Concepción Lombardo, conocedora de las animadversiones de su esposo, no podía permitir que su lugar de descanso final estuviera cerca de Juárez, así que ordenó que se exhumaran los restos de Miramón en 1895 y que fueran trasladados a la Catedral de Puebla, ciudad en la que tenía familia.

Cuando nos libramos del sesgo histórico y tratamos de contextualizar las motivaciones personales de los personajes de la historia, podemos, más objetivamente, entender el porqué de muchas cosas. Como sugiere el Principio de Parsimonia: entre varias explicaciones posibles, la más simple y con menos supuestos es, generalmente, la preferible.

Ana Martha Hernández Castillo
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Historiadora del arte y doctora en estudios históricos. Docente e investigadora de temas culturales y artísticos de la ciudad de Puebla. Gestora de proyectos culturales en el ámbito público y privado

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